La realidad de la prostitución en Nueva Zelanda

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Chelsea Geddes es superviviente de 20 años de prostitución en Nueva Zelanda. En la actualidad es escritora y activista destacada contra el sistema prostitucional. Este es un extracto de su discurso durante la sesión de la mañana de la conferencia ‘Estudiantes en venta: herramientas para la resistencia’, celebrada en Londres el 15 de octubre de 2022. La grabación de la sesión se puede ver en línea. El discurso de Chelsea comienza en el minuto 17:50. Al final de esta entrada incluimos el discurso completo.
Por Chelsea Geddes
Traducido por Corina Fuks

¡Buenos días, Londres! Soy Chelsea Geddes. He venido hoy aquí, desde el otro lado del mundo para compartir con vosotras la verdad de lo que realmente es la prostitución.

Mi experiencia y conocimientos provienen de haber estado más de 20 años en esta industria. En Nueva Zelanda, donde, sin duda habrán oído decir, tenemos la “mejor” y “más progresista” ley y política de reforma de la prostitución, se optó por la despenalización total del comercio sexual (regularización de la prostitución como trabajo) en 2003, dado que se nos dijo que la criminalización de la prostitución era la causa fundamental de la explotación y el daño asociado a ella.

Por otro lado, la prostitución despenalizada apunta a captar a las niñas para este negocio de manera agresiva y creciente, presentándola como “trabajo sexual”, como un intercambio igualitario entre adultos que consienten, como diversión inofensiva para los hombres e incluso como empoderamiento para las mujeres.

Sin embargo, no es así.

(…)

Nueva Zelanda tiene las tasas más altas de violencia de género y familiar del mundo desarrollado, según la OCDE, y mi vida familiar fue violenta. Era una buena niña, una estudiante sobresaliente, pero mis padres eran anticuados y muy estrictos. Yo no podía hacer ninguna de las cosas normales que todas mis amigas adolescentes tenían permitido. No hay forma de castigar a una niña a la que sólo se le permite salir de la casa para ir a la escuela y a la iglesia. Por lo cual, todos los castigos eran físicos.

No tenía idea de qué tipo de personas me estaban esperando en el mundo real. Simplemente sentía que nadie podía ser tratada de la manera en que me trataban en casa y los moretones negros y azules en todo mi cuerpo me decían que de quien necesitaba protección era de mis padres. Cuando finalmente me echaron de casa por escabullirme para ver a mis amigos, decidí que ya no necesitaba más a mis padres.

Quería seguir estudiando en la escuela y necesitaba un adulto que me acogiera permanentemente. En retrospectiva, debería haber recurrido a los servicios sociales para niños, jóvenes y familias para que me enviaran a un hogar de acogida, pero era una adolescente y no quería padres nuevos. Quería cuidarme a mí misma, sólo necesitaba un lugar para vivir. Extrañaba terriblemente a mi gata, que era mi mascota, pero no podía volver a recogerla sin una casa a donde llevarla conmigo. Un amigo de la escuela me presentó a Brian.

Chelsea Geddes, durante su conferencia en Londres.
Chelsea Geddes, durante su conferencia en Londres.

Más tarde, Brian sería condenado por 47 cargos relacionados con agresión sexual contra 14 niños de entre 9 y 16 años. Yo tenía sólo 16 años cuando fue arrestado, pero no era en absoluto consciente de que yo misma era también una víctima de violación y abuso de este hombre, porque sin él, era una persona sin hogar. No tenía padres, ni a donde ir. Había planificado llevar la colección de sus videos caseros que evidenciaban sus crímenes a la policía el día que me mudara, pero ese día no llegaría hasta que pudiera conseguir un trabajo, pagar un alquiler y vivir en otro lugar. Es así cómo me convirtieron en prostituta. Leer todos los días los anuncios de trabajo en el periódico inspiraba mi objetivo de convertirme en “bailarina en bikini” y poder salir de esa vida.

Además de abusar sexualmente de mí, Brian me usaba como cebo para los niños. Los hacía practicar actos sexuales con mi cuerpo y los filmaba. Era físicamente incómodo, insoportable y aunque me retorcía y me echaba para atrás, no servía de nada.

(…)

Escribí mi plan maestro, que incluía casarme antes de los 21 años, graduarme de la universidad, comprar una casa. Todos los objetivos de mi vida.

Pero el club de striptease no era glamuroso, ni elegante y la gente no me daba toneladas de dinero. Comencé a bailar sobre las mesas con mis pequeños atuendos y pesado maquillaje para hombres borrachos, groseros y babosos que me tocaban, que cuando agitaban sus cigarros, me quemaban el trasero, y que me pedían bailes privados.

Resultó ser que no ganabas dinero bailando en bikini y manteniendo tu bikini puesto como decía el anuncio. Tenías que ir a una habitación pequeña con estos tipos, sin testigos, y quitarte toda la ropa para obtener dinero. Era lo mismo para todas las otras chicas.

(…)

Eran turnos de 12 horas. Los hombres pagaban $ 250, el club se quedaba con su parte, que eran $ 150. Además, el club me cobraba una tarifa por turno de $ 40, una tarifa por publicidad de otros $ 40 y $ 20 por condones y lubricante. Como resultado, la primera reserva de la noche era gratis, una por la que no me pagaban nada. Esto es lo estándar.

No había caballeros amigables. Eran violadores. Incluso aceptando que debías tener relaciones sexuales, constantemente te presionaban y forzaban para obtener más.

Se arrancaban los condones, intentaban besarte, ahorcarte y meterte la lengua por la garganta, te mordían brutalmente el cuello y los pezones, te golpean y te insultaban. Pedían descuentos. Querían hacerlo dos, tres, cuatro veces, pero pagando solo una.

(…)

Buscaban acosar sexualmente, forzar, abusar, violar y degradar a mujeres jóvenes atractivas, y pagaban para salirse con la suya y poder hacerlo. Incluso eso a menudo lo hacían a regañadientes. Era dominada por hombres que hacían lo que querían conmigo, mientras yo luchaba por mantener un mínimo de salud y seguridad, protegerme de lesiones y aferrarme a mi dignidad.

(…)

En los burdeles de Nueva Zelanda, con la despenalización de la prostitución, la policía ya no puede ayudar a nadie. Los hombres pueden hacer absolutamente cualquier cosa menos matar a alguien y no se hará nada.

(…)

Las estudiantes son un objetivo primordial para la industria del sexo, son jóvenes y atractivas, y están financieramente limitadas en un momento de la vida en el que buscan separarse de la familia y obtener independencia. Además, son ambiciosas.

La propaganda de la industria del sexo podría malograr el éxito de toda una generación de mujeres, arrebatarles el futuro a jóvenes capaces de forjar carreras reales en campos en los que están interesadas y para los que tienen talento, robándoles todo esto, para molerlas en la maquinaria que sirve a los orgasmos masculinos.

(…)

Por favor, no cometan el mismo error que cometió Nueva Zelanda.

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